viernes, 30 de marzo de 2012

FERMÍN


Entre los dos había una relación muy valiosa, pero aún no me había dado cuenta. Ni siquiera el día que apareció todo colocado en la fila de la mañana para entrar a clase, con su pasta de dientes, el cepillo y un folleto de higiene bucal.

Normalmente mi clase de primero de integración era un desastre visiblemente comprobado a la hora de hacer filas. Mientras que el otro primero, que no necesitaba integración, era una larguísima columna firme de niños peinados, lavados, con su mochilla, bollicao, cartulina y todo cuanto de material hiciese falta, los otros, que eran los míos, circulaban por el patio como pulgas saltarinas en un caos de difícil control. Daniel entraba de último, no porque su madre llegase tarde, sino que casi siempre se quedaba pasmado mirando las palomas que había al otro lado de la verja, saltando en un charco de agua, que se volvía barro, sin darse cuenta de que se ponía perdido y que luego yo recibiría mi dosis cuando tuviese que  cogerlo en  brazos para meterlo en aquella jaula que era la clase oscura y solitaria al final del largo pasillo. Alguna vez que fuimos a la finca de La Misericordia durante los recreos,  recorría quilómetros detrás de las mariposas amarillas que volaban entre las hierbas, a pesar de las piedras o los baches. Y yo no tenía más remedio que armarme de paciencia hasta que pasara cerca de mí y atraparlo como una mariposa más  para meterlo de nuevo en aquella "aula-jaula" tan poco divertida.

Fermín era muy afectivo. Los otros se metían con él. Presumía de juguetes y de ropa. Su madre se los traía. Los otros decían que su madre no venía nunca. Pero él decía que sí, que venía de noche, cuando estaban durmiendo y por eso no la veían, pero él sí. Hablaba de un modo especial, vocalizando y gesticulando exageradamente, como haciendo más creíbles sus palabras. De pelo oscuro, pero no negro, sus ojos marrones y bastante corpulento, decía que su madre no venía porque tenía que trabajar mucho para ganar dinero para él y traerle aquellos juguetes maravillosos. Yo no podía saber quién decía la verdad, pero me di cuenta de su necesidad de ser amado por su madre, de la necesidad que todos tenemos de que nos ame nuestra madre y el daño que nos hace oir hablar mal de ella. Así que dije que Fermín tenía razón, que yo conocía a su madre y que era cierto. Luego supe la verdad.

No sé si por imitación de Ángel, que lanzaba su indio al aire sin que yo le riñese, o si porque quiso llamar la atención, el caso es que a la hora de comer y tocar el timbre para irse al Hogar, se puso a lanzar un zapato al aire en el pasillo largo y oscuro. Ya no era el principio de curso, ya se habían establecido ciertas rutinas de conducta que no se discutían, y consideré que no podía permitir semejante desmán. Estaban en fila para irse y él venga a lanzar el zapato, lo cogía y cuando yo esperaba que se lo pusiese para acabar la mañana y se fuesen con viento fresco, en vez de ponérselo, lo volvía a lanzar. Pero yo no podía permitir que mi autoridad se pisotease de aquella manera. Todos esperando y mirando a ver en qué quedaba aquel combate. La cosa no tendría un buen fin sino fuese por un compañero maravilloso que vino a visitarme. Su aspecto no era el de un maestro, más bien parecía un pintor o un músico bohemio que llevaba varios días sin dormir. Llegó como un ángel del Señor. Asustado por el espectáculo se agachó humildemente, buscó y puso a Fermín su zapato y le mandó largarse rápido porque ya debían haberse comido el postre. Todos se fueron detrás. Yo vi el cielo abierto. Con la misma paciencia me dijo que de ningún modo debía reñir a aquellos niños, que yo era lo más parecido a una madre para ellos y que en ese plan no conseguiría nada. Comprobé que tenía razón.

Fermín me esperaba aquella mañana, no sé si antes o después de la historia del zapato, con su equipo para cuidarse los dientes. Le pregunté que cómo es que venía al colegio con aquello y me dijo que el ratoncito Pérez se lo había dejado  porque le había caído un diente. Le volví a preguntar sobre el diente, que seguro se lo habría dado a su cuidadora. Pero él me dijo que no, que su diente era para mí y abriendo la palma de la manita  allí estaba su inocente regalo. Yo le dije que me lo colgaría de la cadena, porque aquel no era un regalo cualquiera. Y así fue, lo llevé a una joyería y le pusieron un casquillo para colgarlo y aún lo tengo guardado. Mis hijas saben la historia del diente y de Fermín.


Al año siguiente, en Fuengirola, supe qué había pasado realmente. Los dos hicimos un viaje a la inversa. Él venía de Fuengirola donde una maestra, que  yo llegué a conocer al año siguiente, le había cogido cariño y estaba dispuesta a adoptarlo compadecida de su historia porque aparecía abandonado en habitaciones de hotel. Pero su madre no consintió tal cosa, siempre venía cuando expiraba el plazo para poder adoptarlo y por eso acabó en el Hogar de La Misericordia.

Nunca más volví a ver a Fermín, pero estoy segura de que alguna vez se acordará de mí.

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